A ti,
la gloriosa, Virgen y Madre, Santa María, a
quien los discípulos de tu Hijo veneraron como a madre propia, por fidelidad al
testamento del Crucificado, y a quien nosotros seguimos venerando del mismo
modo.
A ti,
la Bienaventurada, la llenada de gracia, según el saludo del
ángel, elevada a lo más alto del cielo, a cuya casa los discípulos de tu Hijo
sintieron la necesidad de acudir a la hora de tu tránsito para despedirte y
sentir tu última mirada terrena, y a quien nosotros acudimos también para sentirnos
mirados por tus ojos misericordiosos.
A ti,
la Bendita entre todas las criaturas, como te saludó tu prima
Isabel, que gozas de la gloria de tu Hijo y nos confirmas nuestro destino, a
ti, a quien los primeros cristianos invocaron como a Madre de Dios y sintieron
cobijo y defensa, y nosotros seguimos sintiéndolos cuando rezamos la invocación
más antigua: "Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de
Dios, no desoigas la oración de tus hijos, necesitados. Líbranos de todo
peligro, Oh siempre gloriosa y bendita".
A ti,
la Reina de todo lo creado porque participas del triunfo
de tu Hijo, a ti, a quien podemos invocar como abogada nuestra ante el trono de
Dios, como lo fue ante el emperador Asuero la reina Ester en favor de su
pueblo. Sabemos que intercedes por nosotros. Así te rezamos todos los días:
"Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte".
A ti,
esperanza nuestra, porque creemos que vives donde la
humanidad tiene su destino, a quien cantan los monjes: "Dios te salve,
reina y madre, esperanza nuestra", desde que San Pedro Mezonzo compusiera
la oración más popular, la "Salve".
A ti,
Nuestra Señora, y Señora de los ángeles, puerta del cielo, a
quien san Bernardo cantó extasiado: "¡Oh clementísima! ¡Oh piadosa! ¡Oh
dulce siempre virgen, María!", a ti, que nos dejas sentir la certeza de tu
acompañamiento peregrino.
A ti,
Asunta al cielo, que no quiere decir ajena a nuestra historia; por el contrario,
te sentimos compañera nuestra mientras recorremos valles oscuros y de lágrimas.
Sé tú nuestro consuelo, y aviva en nosotros la certeza de los peregrinos, que
avanzan seguros hacia la meta luminosa, tú que eres estrella de la mañana, luz
del alba, aurora de la vida.
En el día que fuiste elevada a
Cielo en cuerpo y alma y que festejamos tu triunfo, al tiempo de
felicitarte y de felicitarnos en ti dando voz a todos los que aún caminamos por
este mundo, te pedimos que ruegues por todos a tu Hijo Jesús,
para que un día alcancemos la gloria de la que tú ya gozas.
María, reina, asunta al cielo.
Ruega por nosotros.
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